La
"japonización"
de España
por
Rogelio
Menéndez Otero
Profesor
de la Universidad Carlos III de Madrid y socio de Bloomington Finances
Hace
ya seis meses que los economistas llevamos inmersos en la búsqueda de unos
brotes verdes que anuncien el final de la recesión, con un triste resultado:
ninguno. Al menos en España; porque en países como Alemania, Francia, Japón,
China o EEUU sí comienzan a aparecer señales positivas. Pero, ¿por qué la
situación española ha de ser diferente? Probablemente la dimensión y
consecuencias de la burbuja inmobiliaria española no se hayan valorado
adecuadamente.
En los años de desarrollo de la burbuja, ésta fue impulsada por una política
monetaria de tipos bajos –en la práctica tipos de interés reales negativos-
impuesta desde Frankfurt y sobre la que España ha tenido, desde la entrada en
el euro, escasa influencia. La aplicación de políticas fiscales para enfriar
una actividad inmobiliaria desbocada habría sido posible, pero los sucesivos
gobiernos no vieron oportuno asumir el coste político de dichas decisiones. Al
fin y al cabo, ¿quien desea retirar el whisky de la fiesta cuando todo el mundo
se lo está pasando tan bien?
La burbuja inmobiliaria nos diferencia de países como Alemania y Francia, pero
es común con la situación de EEUU y Reino Unido. La diferencia con éstos
estriba en lo ocurrido a posteriori: fuertes caidas en los precios unidas a la
depreciación de dólar y libra esterlina ha vuelto más razonables los precios
de los activos inmobiliarios en estos paises. En España eso no ha ocurrido. Según
el Indice de Mercados Inmobiliarios Españoles difundido ayer por TINSA, el
descenso del precio medio de la vivienda sobre los máximos alcanzados en
diciembre de 2007 se cifra en un 14% que dista mucho del 30-35% de sobrevaloración
que distintos organismos internacionales cifraban un par de años atrás.
Al igual que ocurriera durante la crisis de 1993, la relativa estabilidad de los
precios en el mercado inmobiliario
se explica por el fenómeno que los economistas llaman “iliquidez de
mercado”. O lo que es lo mismo, que nadie en su sano juicio está dispuesto a
pagar la cantidad que se pide por una propiedad inmobiliaria (el Ministerio de
Vivienda difundía también ayer el dato relativo a las ventas de viviendas que
continuó en caida libre en el primer semestre con una reducción de más del
30% sobre el mismo periodo del año anterior). Ante esta situación hay dos
alternativas: bajar los precios lo suficiente para que vuelvan a resultar
atractivos a los potenciales compradores, o bien mantener la propiedad a la
espera de tiempos mejores en la ficción de que “si no vendo no pierdo”. De
esta forma las entidades financieras se han convertido ya en las mayores
inmobiliarias del país, y esto, desde luego, no ayuda a la recuperación de la
confianza aunque fomente la autocomplacencia.
En el año 93 esa estrategia funcionó y la recuperación del mercado
inmobiliario en los años siguientes permitió a las entidades financieras
deshacerse de sus carteras inmobiliarias sin excesivos problemas.
Desgraciadamente no estamos en el año 93 y
la desaparición de la peseta imposibilita el recurrir a las
devaluaciones que en aquel momento propiciaron la pronta recuperación y la
adquisición de muchos de estos activos por parte de ciudadanos extranjeros
gracias al ventajoso tipo de cambio. Paradójicamente hoy la situación es
exactamente la contraria, con la libra esterlina devaluada respecto al euro que
hace inasumible para un británico adquirir una propiedad en España.
Llegados a este punto tenemos una buena y una mala noticia: la buena es que, la
imposibilidad de actuación en política monetaria no agota todas las
posibilidades. La mala es que la mayor parte de las medidas adoptadas hasta
ahora por el ejecutivo, nos acercan cada vez más a una situación de
enquistamiento de la crisis o a una “japanización” de la economía española
en alusión a su “década perdida”.
La evolución futura dependerá en gran medida de las decisiones que tome el
gobierno. Y en la teoría exista un notable consenso:
la salida de la crisis pasa por un incremento de la productividad que
favorezca la competitividad de nuestras empresas y un cambio de modelo
productivo que reemplace la laguna dejada por el antaño potente sector de la
construcción. El más que previsible incremento de los costes energéticos a
medio plazo, la progresiva mercantilización del impacto medioambiental y la
creciente competencia global en sectores de bajo valor añadido proporciona señales
claras sobre el camino a seguir.
La realidad de las acciones del gobierno sigue, sin embargo, derroteros muy
diferentes, primando el gasto corriente no productivo en busca de una mayor
cohesión social. El “efecto Titanic” parece estar funcionando: mientras la
embarcación toma una notable inclinación, la banda de música sigue tocando y
nos acaban de entregar un vale por 420 euros para tomar unas copas. La situación
no parece tan desagradable.
Por
su parte, el efecto anticrisis de la “devolución” de los 400 euros del IRPF
todavía está por descubrir, el
primer Plan E ha supuesto un coste de 563 euros para cada familia española con
una incidencia en la productividad futura que podemos buscar en las aceras de
nuestras ciudades y la eliminación en 2011 de los incentivos fiscales a la
compra de vivienda provocará, en su momento, una caida adicional del precio de
ésta. En resumen, el futuro nos depara o bien un déficit desmesurado que nos
relegue al vagón de cola de una Unión Europea de dos velocidades de la que ya
comienzan a hablar nuestros vecinos del norte o bien un incremento de la presión
fiscal en absoluto moderado como afirmaba ayer Zapatero en el Congreso de los
Diputados y que alejará por largo plazo el horizonte de recuperación.
La necesidad de un pacto de estado que permita efectivamente un cambio de modelo
más allá de la retórica política se hace cada vez más urgente. Y no
solamente en materia educativa, que siendo imprescindible, no tendrá efectos
visibles hasta pasada una década, sino también en materia económica. No somos
Japón y no podemos esperar diez años.
Rogelio Menéndez Otero. Economista, socio-director de Bloomington Finances y
profesor de la Universidad Carlos III